Antes de partir le di
cuerda al viejo reloj de pared, a pesar de que creía que a nuestro retorno no
estaría funcionando, nuestra ausencia
rondaría los 10 u 11 días. Imaginé que aquella máquina seguiría con sus tictaques
y sus campanadas en soledad, con las luces y las sombras de esos días.
Cumpliría su trabajo,
agotaría sus energías, pondría en juego sus reservas. El querido instrumento
había pasado en el último año (es curioso hablar del tiempo del tiempo) por dos
grandes reparaciones, en dichas operaciones lo habían destripado, en la segunda
oportunidad un apasionado relojero lo había afinado con la perfección de un
artesano, cicatrizando de esta manera
sus heridas.
En tiempo de
decepciones, a nuestro regreso, grande
fue nuestro asombro al ver el péndulo en su acostumbrado movimiento. Admiramos
desde entonces esa lealtad, el sostener aquella misión, y empezamos a tenerle
un afecto extraño.
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