martes, 12 de enero de 2016

Segunda carta a noveles docentes.



A sabiendas de que mi propósito es inabarcable, insisto en completar las líneas generales de mi ideario pedagógico con esta segunda y última carta.

Es un buen gesto de nuestra parte agradecerles a nuestros estudiantes lo que nos han enseñado. Algunos podrán decir que enseñar es nuestra tarea y nuestro compromiso, nadie creo que esté en contra de esta afirmación, mas también es cierto que un docente es un perpetuo aprendiz y que no debe desaprovechar ninguna oportunidad, al respecto creo que, la relación pedagógica alumno-  maestro, maestro – alumno es la que nos provee de los mejores estímulos en este sentido.

Los educadores tenemos una atracción especial por las metáforas, sería interesante hacer algunas elecciones en este aspecto de aquellas que mejor nos definen y de aquellas que por negación pueden describir mejor nuestra identidad, a saber:
Un docente no es un sacerdote, un vigilante, un gendarme, un espía, un soldado o un reproductor de lecciones.
Un docente es: un abridor de puertas, un jardinero, un sembrador, un constructor de puentes, un partero, un mediador.
Un alumno, no es un amigo, no es un hijo, no es un trabajador –en el sentido económico del término-. El docente no es un padre, no es un hermano mayor, no es un patrón.

Es importante dar el ejemplo, pero no ser modelo a copiar porque también se copian los defectos  y nosotros bregamos por la autonomía  y la originalidad, es decir que la idea final es emanciparlos, bregar para que cada uno sea un creador y no un mero imitador o hacedor.
La ejemplaridad tiene que ver con  el acto educativo, con el hacer y el  decir, con las  prácticas cotidianas, aquí,  la obra y el autor son una misma cosa, aquí a diferencia de otras manifestaciones, el arte y el artista se fusionan. Si empezar a horario es una regla, el profesor debería ser el primero en demostrarlo. El docente pone en juego su “sí mismo”, y también debe ser capaz de hacer las cosas que pide que hagan sus discípulos.

La paradoja del error requiere un capítulo aparte, por un lado es comprensible y lógico que el educando se equivoque en sus primeros ensayos, si ya sabe todo a que vendría, sin que esto presuponga ignorancia porque algo también  sabe; distinta es nuestra actitud ante las evidencias de sus equivocaciones – a pesar de  que hacemos loas al aprendizaje por el error- . Ese comportamiento de vieja data se les pega a algunos colegas a tal punto que no se  aprecia cuando alguien  hace una redacción afectuosa desde la emoción,  con las mejores intenciones, y recibe a cambio una lista de errores de ortografía, advertencias sobre algunos modismos de la generación  pulgarcito/a y algunas cuestiones sobre conjugación de verbos, de tal suerte que aquella inspiradora narrativa surgida de la inteligencia emocional fluye al final por la rejilla.

A veces solicitamos una producción escrita a los estudiantes, juramos y perjuramos que para mejorar la escritura, entre otras cosas, hay que escribir, cuando ellos aceptan el desafío nos fijamos más en sus faltas que en sus dones, en las formas más que en el contenido, nos horrorizamos por una “V” donde debería haber una “B”, señalamos el olvido o el agregado irrespetuoso de la ”H”, la carencia de un tilde o su mal uso, como si todas estas cuestiones fueran asuntos de mentes criminales, logrando de esta manera pavimentar  la espontaneidad y la expresión. Nosotros sabemos que se puede escribir muy bien sin decir nada significativo, y todo ello respetando las cuestiones instrumentales, entre ellas, todas las reglas matemáticas del lenguaje.; de esta manera no es curioso que la escuela no produzca grandes lectores ni escritores y que muchos de ellos sólo  nazcan y se críen en los bordes de la academia.

Una de las formas de aprender es por el error, por supuesto cuando estos no son trágicos y ni  tan grandes, excluidos están  aquellos  en los que se nos va la vida.
Es deseable ascender utilizando otros niveles, un estadio interesante es el llamado a “Aprender a aprender” y el más alto el “meta aprendizaje” , aquel en el que   nuestra libertad creadora nos permite ver el propio y deseable horizonte pedagógico, es decir, diseñar por cuenta propia una ruta aproximada de nuestros estudios. Anteriormente nos referíamos al error de los escolares, no se interprete – como diríamos en el deporte- los errores no forzados de los catedráticos,  es decir de su gramática,  de su semántica y de su sintaxis.

En las reglas este buen arte es condición de un pedagogo tener esperanza. Por la vida –como todos- vamos entre las angustias y las esperanzas, sabemos que somos seres incompletos y en ese proceso inacabable no carecemos de sufrimientos, pero sería inimaginable no tener esperanza, siempre podemos ser algo  mejor como personas y como sociedad, siempre podemos cambiar algo por pequeño que sea.

Otra cuestión interesante de observar es como circula el poder en el aula, o en sus extensiones, un indicador de ello es como circula la palabra ¿habla sólo el maestro o alterna la palabra con sus alumnos? ¿se crea un espacio para el diálogo? ¿los colegiales puede interpelar? ¿preguntar? ¿reclamar? ¿plantear problemas? ¿proponer?

Conocer al alumno y al entorno también es una premisa, conocer la cultura del barrio, su lenguaje, sus reglas, el sistema donde habita, en algunos sitios una expresión es un insulto y en otro es un elogio.

Por último, Maestros: a pulir  la palabra, la escritura, vuestro cuerpo en movimiento, el sentir, el decir y el vincularse, desarrollar el “yo observador”, el aprendizaje recíproco, la trilogía de practicar, teorizar y reflexionar, el hacer ejercicios de osadía, el usar el “sí mismo”, el  ganarse una sana autoridad que ayude a ser más grande a los otros, el  sembrar la confianza, la perseverancia, el  sostener la urdimbre y el estimular  la trama.



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