A sabiendas de que mi
propósito es inabarcable, insisto en completar las líneas generales de mi
ideario pedagógico con esta segunda y última carta.
Es un buen gesto de
nuestra parte agradecerles a nuestros estudiantes lo que nos han enseñado.
Algunos podrán decir que enseñar es nuestra tarea y nuestro compromiso, nadie
creo que esté en contra de esta afirmación, mas también es cierto que un
docente es un perpetuo aprendiz y que no debe desaprovechar ninguna
oportunidad, al respecto creo que, la relación pedagógica alumno- maestro, maestro – alumno es la que nos
provee de los mejores estímulos en este sentido.
Los educadores tenemos
una atracción especial por las metáforas, sería interesante hacer algunas
elecciones en este aspecto de aquellas que mejor nos definen y de aquellas que
por negación pueden describir mejor nuestra identidad, a saber:
Un docente no es un
sacerdote, un vigilante, un gendarme, un espía, un soldado o un reproductor de
lecciones.
Un docente es: un
abridor de puertas, un jardinero, un sembrador, un constructor de puentes, un
partero, un mediador.
Un alumno, no es un
amigo, no es un hijo, no es un trabajador –en el sentido económico del término-.
El docente no es un padre, no es un hermano mayor, no es un patrón.
Es importante dar el
ejemplo, pero no ser modelo a copiar porque también se copian los defectos y nosotros bregamos por la autonomía y la originalidad, es decir que la idea final
es emanciparlos, bregar para que cada uno sea un creador y no un mero imitador
o hacedor.
La ejemplaridad tiene
que ver con el acto educativo, con el
hacer y el decir, con las prácticas cotidianas, aquí, la obra y el autor son una misma cosa, aquí a
diferencia de otras manifestaciones, el arte y el artista se fusionan. Si
empezar a horario es una regla, el profesor debería ser el primero en
demostrarlo. El docente pone en juego su “sí mismo”, y también debe ser capaz
de hacer las cosas que pide que hagan sus discípulos.
La paradoja del error
requiere un capítulo aparte, por un lado es comprensible y lógico que el
educando se equivoque en sus primeros ensayos, si ya sabe todo a que vendría,
sin que esto presuponga ignorancia porque algo también sabe; distinta es nuestra actitud ante las
evidencias de sus equivocaciones – a pesar de
que hacemos loas al aprendizaje por el error- . Ese comportamiento de
vieja data se les pega a algunos colegas a tal punto que no se aprecia cuando alguien hace una redacción afectuosa desde la emoción,
con las mejores intenciones, y recibe a
cambio una lista de errores de ortografía, advertencias sobre algunos modismos
de la generación pulgarcito/a y algunas
cuestiones sobre conjugación de verbos, de tal suerte que aquella inspiradora narrativa
surgida de la inteligencia emocional fluye al final por la rejilla.
A veces solicitamos
una producción escrita a los estudiantes, juramos y perjuramos que para mejorar
la escritura, entre otras cosas, hay que escribir, cuando ellos aceptan el
desafío nos fijamos más en sus faltas que en sus dones, en las formas más que
en el contenido, nos horrorizamos por una “V” donde debería haber una “B”,
señalamos el olvido o el agregado irrespetuoso de la ”H”, la carencia de un
tilde o su mal uso, como si todas estas cuestiones fueran asuntos de mentes
criminales, logrando de esta manera pavimentar la espontaneidad y la expresión. Nosotros
sabemos que se puede escribir muy bien sin decir nada significativo, y todo
ello respetando las cuestiones instrumentales, entre ellas, todas las reglas
matemáticas del lenguaje.; de esta manera no es curioso que la escuela no produzca
grandes lectores ni escritores y que muchos de ellos sólo nazcan y se críen en los bordes de la academia.
Una de las formas de
aprender es por el error, por supuesto cuando estos no son trágicos y ni tan grandes, excluidos están aquellos en los que se nos va la vida.
Es deseable ascender
utilizando otros niveles, un estadio interesante es el llamado a “Aprender a
aprender” y el más alto el “meta aprendizaje” , aquel en el que nuestra libertad creadora nos permite ver el
propio y deseable horizonte pedagógico, es decir, diseñar por cuenta propia una
ruta aproximada de nuestros estudios. Anteriormente nos referíamos al error de
los escolares, no se interprete – como diríamos en el deporte- los errores no
forzados de los catedráticos, es decir
de su gramática, de su semántica y de su
sintaxis.
En las reglas este
buen arte es condición de un pedagogo tener esperanza. Por la vida –como todos-
vamos entre las angustias y las esperanzas, sabemos que somos seres incompletos
y en ese proceso inacabable no carecemos de sufrimientos, pero sería
inimaginable no tener esperanza, siempre podemos ser algo mejor como personas y como sociedad, siempre
podemos cambiar algo por pequeño que sea.
Otra cuestión
interesante de observar es como circula el poder en el aula, o en sus
extensiones, un indicador de ello es como circula la palabra ¿habla sólo el
maestro o alterna la palabra con sus alumnos? ¿se crea un espacio para el
diálogo? ¿los colegiales puede interpelar? ¿preguntar? ¿reclamar? ¿plantear
problemas? ¿proponer?
Conocer al alumno y al
entorno también es una premisa, conocer la cultura del barrio, su lenguaje, sus
reglas, el sistema donde habita, en algunos sitios una expresión es un insulto
y en otro es un elogio.
Por último, Maestros:
a pulir la palabra, la escritura,
vuestro cuerpo en movimiento, el sentir, el decir y el vincularse, desarrollar el
“yo observador”, el aprendizaje recíproco, la trilogía de practicar, teorizar y
reflexionar, el hacer ejercicios de osadía, el usar el “sí mismo”, el ganarse una sana autoridad que ayude a ser más
grande a los otros, el sembrar la
confianza, la perseverancia, el sostener
la urdimbre y el estimular la trama.