El reloj estaba situado en el ala oeste del gran
recinto, marcaba las 3. 13 horas de la tarde, el segundero inmóvil en el número
10, ya hacía varios meses que el tiempo era una escultura congelada, imposible
de corroborar con las
fotos que se cuentan de tales eventos porque aquellos documentos siempre estaban cristalizados. En realidad (si es que el
tiempo es una realidad) eran las 5 en
punto de la tarde.
Las luces de los estadios iluminaban los dos campos de juego. Desde
arriba se veían dos cuadrados perfectos. Los ejércitos todavía sin movimientos
esperaban el encuentro sin aún haber
entrado en calor.
Una vez comenzada la contienda un silencio de
biblioteca invadía los estadios mientras los deportistas estaban absortos en el
juego.
Los cuatro hombres – también podrían ser mujeres- jugaban a
la guerra sin disparos, sin golpes y sin muertos, la batalla era simbólica,
solo pensaban y sentían la adrenalina en el cuerpo. La incertidumbre era
tolerable, el reto un presente perpetuo,
las decisiones se tomaban momento a momento, tanta era la fruición y el
entusiasmo que los hombres se olvidaban de sí mismos, todo era juego, vivir en
el juego.
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