Escribía con
fruición, me asombró la velocidad y fluidez con que lo hacía, tan rápida como
una taquígrafa.
Le pedí otra
birome para escribir en mi agenda, había muchas cosas interesantes para
reflexionar, tal vez porque sabía que ese análisis siempre viene después.
Algunas
frases jugosas y palabras sueltas salían de aquel diálogo, conversaciones que
maduran tardíamente fuera del escenario terapéutico.
Sin darme
cuenta, tal vez inconscientemente con toda intención, me llevé su birome que
seguramente había usado ella en otras sesiones. Cuando advertí el hecho me
quedé a solas en mi escribanía, resonaban algunas palabras claves y esas
oraciones que merecen estar en negrita.
Me
preguntaba cuántas historias había escuchado
ese objeto inanimado y cuántas de ella había escrito. Seguramente todavía
le quedaba un kilómetro de escritura, que es como decir un kilómetro de vida.
Tal vez guardaba en su memoria secretos
que no me animé a develar, además de la
imposibilidad de hacerlo no me interesaba violar el secreto de confidencialidad,
ni siquiera a conjeturar sobre ello. Lo hablado y lo escrito estaba protegido
en una caja negra.
Pensé en
aquella soledad existencial tan parecida a la nuestra, en esa dificultad de
entrar en la soledad del otro, a veces en la nuestra. Uno percibe esos
desiertos, aquellas inclemencias, los susurros indecibles, los signos de un
lenguaje corporal, motriz o facial que desnudan heridas, decepciones, placeres
y conquistas humanas.
A veces creo
que hay puentes invisibles, algunas rendijas que la mente deja abierta por
momentos, solo son dos voces que necesitan abrazarse, abrir las puertas al
mismo tiempo.
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