Rosario,
primera semana de abril 2020 (Cuarentena).
Como soy un
defensor del psicoanálisis reparé en la importancia de haber soñado y
traté de no olvidarlo. No es casualidad
que en esta época sueñe tanto.
Estaba en la planta baja de un gran edificio. En mi ciudad, ya empiezan a crecer algunas torres de
cemento con muchos pisos, oficinas y apartamentos varios.
Llegó al fin
el ascensor, y subí casi mecánicamente a él, toque el botón del piso 32 o 33,
tal vez fuera otro, y mientras subía empecé a reparar en él.
El cubículo
era estrechísimo, apenas cabía, una caja en movimiento, un prisma que subía
silenciosamente, mi nariz casi tocaba la puerta.
Empecé a
transpirar, lo noté en las manos, la garganta seca, algunas gotas de sudor ya
caían por la frente.
La piel de
la cara se ruborizaba, el metal brillante y opaco de la puerta hacia de espejo,
a unos segundos ya estaba roja, todo el cuerpo emitía calor.
Sentí una
opresión en el pecho y los músculos de
la espalda estaban con grandes contracturas y dolidos por él desgaste y la
tensión.
Sentí el
ritmo cardíaco acelerado, la respiración alterada, la inmovilidad de mi cuerpo
contrastaba con el movimiento agitado de mi interior.
Quería salir
de mi propio cuerpo pero estaba encerrado.
El sueño era
raro, como casi todos los sueños.
El control
luminoso pasaba los números de los pisos, me decía a mí mismo – ya llego, ya
llego!!!-
De pronto
noté que ya había sobrepasado el piso 35 y el ascensor no se detenía y
continuaba en el ascenso.
El miedo
aumentaba y ya casi llegaba a la categoría de terror.
Ya había
llegado al el piso número 100 y
continuaba…y continuaba…
fue en ese
preciso momento en que me desperté…
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