He
salido muy pocas veces de casa, en estos
períodos de cuarentena extendidos y prolongados hasta que el coronavirus lo
disponga.
Observo que
las llaves de mi casa (un privilegio en estos casos) se han oxidado, tal vez por el escaso uso que
les he dado en estos veinticinco días, o quizás
por haberlas desinfectado repetidas veces con el brebaje confeccionado
con nueve partes de agua y una de cloro.
Entre mis
variados temores, tan clásicos en estos inusuales períodos, no dejo de pensar
si algún solitario virus del covid-19 se queda entre mis manos y avanzando en conjeturar su destino, si el
mismo se alojara en las hojas del libro que noche a noche leo y hojeo en mi
cama. No quisiera imaginar que le podría pasar a mi biblioteca a juzgar por su
capacidad de contagio.
Imaginen
ustedes que destinos tendrían los personajes de aquellas novelas, como
cambiarían sus vidas y sus muertes, y a mí, que de alguna manera he
sido testigo de aquellas experiencias, ya que
de alguna manera también he vivido con ellos a través de la lectura.
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