El peso arqueaba los estantes, cientos de fotos ocupaban
los espacios y al hojear aquellos álbumes observamos, retratos e imágenes que
no correspondían cronológicamente, fiestas, viajes, encuentros y eventos que se
mezclaban, instantáneas fueras de encuadre, algunas movidas, varias
repetidas y otras con nitidez escasa.
Era hora de hacer la antología de aquellos momentos
esenciales ¿qué fotos conservábamos? ¿Cuáles descartábamos? ¿Qué criterios de
selección teníamos en cuenta?
Entre tantas reproducciones había personas que
desconocíamos, un amigo de un amigo con quienes compartimos unas vacaciones,
algunos invitados a alguna fiesta no tan cercanos, unos paisajes que en el
soporte papel no mostraban la belleza que habían retenido nuestros ojos, y
nuestro arte precario que no siempre captaba el mejor ángulo, la mejor luz o la
mejor distancia.
La tarea no era sencilla y escondía simbolismos más profundos ¿Qué recordamos?
¿Qué olvidamos? ¿Qué cosas de aquellas historias debemos dejar partir? ¿Cómo
sanamos, valoramos o reconstruimos aquellos tránsitos? ¿Hacia dónde está
orientada nuestra temporalidad?
Las fotografías nos interpelan y ellas no envejecen, con
las estaciones que pasan nosotros las
miramos, con otros cuerpos, otras mentes. Las estampas se mantienen –como mármoles
sus estatuas- mientras nosotros aquí y ahora somos una danza, cuerpos y
movimientos en nuestros espacios.
Después de un trabajo paciente y constante aquellos
compendios de tomas e ilustraciones reforzaron nuestra memoria episódica,
ampliaron la conciencia del devenir, y como no puede ser de otra manera las
imágenes acompañaron a las palabras.
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