Ayer, que suele ser un día indefinido, leía en el diario un artículo de un
periodista en el que citaba a Unamuno,
el epígrafe en cuestión decía que el
mundo se dividía en letras y números, una síntesis profunda para cualquier
inquieto aprendiz.
Confieso mi predilección por las letras, debo admitir que
mi punto más fuerte es la semántica tan cercana a la filosofía y a la psicología y
el más ciego la sintaxis, curiosamente esta última más próxima a los números, es decir a la
lógica y la matemática.
Escribir para mí es una necesidad, una gran inspiración es
todo aquello que me pasa y toca ese mundo sensible, donde el cuerpo es el
principal protagonista, lo demás lo hace el cerebro. Otra fuente inagotable es
la lectura, es imposible mantenerse neutro
ante la potencia de las palabras en cualquier texto que nos atrapa, de
allí también surge el impulso por una suerte de re-escritura, que no es ni más
ni menos que una lectura-escritura de nuestras particulares percepciones, historias, contextos,
circunstancias, decisiones, relaciones…
Sándor Márai en su libro “La Gaviola” nos dice: “… porque
la realidad de la vida y de la muerte radica en las palabras”. Como no
enamorarme de ellas, tenemos un cuerpo y una mente de letras, una historia
antes de ser historia, un nombre antes de ser nombrado, un personaje de ficción
antes de ser el actor principal, un código que ha intentado gobernar nuestros
días con un abecedario de cálculos y de
reglas inalterables, tan dominantes en nuestros inicios y tan laxos en el medio
juego y los finales, es precisamente en
esas imperfecciones, en esos puntos ciegos del tiempo, cuando
el lenguaje cede a nuestros matices personales, a la voz propia que después
de algunas decenas de años conquista algún territorio de aquel imperialismo de la lengua.
El escritor, el artista de la letra, a veces resulta un ser
molesto, interpela, hace preguntas incómodas, es buscador, provocativo, aunque
por momentos esto último resulte
exagerado. Algunos sobreactúan, son vencidos por sus propias vanidades,
prisioneros de sus egos y de su cultura
personalista. Pero hay otros que no caen en la trampa del narcisismo, no apelan a la ironía extrema, evitan el cansancio de la
burla y buscan las profundidades despojados de excentricidades, y alcanzan lo
sublime, en lo ético y estético,
trascendiendo el claroscuro de lo humano.
Soy un hombre de
preguntas más que de respuestas, las segundas
suelen ser más inciertas, muy acomodadas a las circunstancias, algunas de
aquellas contestaciones tienen varias
alternativas, varias son personales y
otras generales, ciertos interrogantes jamás
tendrán revelación alguna y a
veces abandonar una pregunta es la
réplica más valiente y sabia.
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