Es difícil precisar
exactamente las coordenadas del cuerpo vivido y la conciencia, ese cruce de
caminos, ese encuentro, el registro del asombro y sus misteriosos hallazgos, cuando uno se empezó a
mover en este mundo, el instante en que el cuerpo empezó a tener historia. Diacronía y sincronía de nuestros
tránsitos.
Hago esta dulce tarea
de a sorbos, saciando esa sed gustosa de la escritura. Buscando lentamente
cuándo mi atención tuvo memoria, mirando el universo en la noche, buscando en
la contemplación – lejanas estrellas- que aún mantienen el titilar luminoso de mis
recuerdos, grabar en la fragilidad de un lápiz esa grafía que relata el diálogo con el ayer y el aquí y ahora, con las metáforas y cuentos que uno vive y/o se inventa y que afirma y firma al final de esta
hoja. La charla de esta narrativa con los inicios de aquella identidad.
Yo tenía en mi niñez
una fascinación por la velocidad, el riesgo y la aventura. Las experiencias
motrices significativas tuvieron un comienzo intuitivo, era el primero en alistarme en una contingencia osada, aprender era una
inmersión completa en la práctica. Cierta vez –a la carrera- me corté con un
gancho de hierro enclavado en los bordes de la cancha del club Sportsment
Unidos de Rosario, a tres cuadras de mi casa, el corte terminó con once puntos
en la Cruz Azul de la Calle Pellegrini, al otro día ya estaba en la iglesia del Pilar con el
vendaje correspondiente tomando mi primera comunión. Este fue el primer
indicador de mi fruición por la
actividad física, confirmado más tarde con algún desgarro en rugby, un
esguince en handball y recientemente
con otro corte de unos 10 puntos en la cara interna del muslo
izquierdo, haciendo trabajos de escultura - amoladora de por medio- . No
obstante estas pequeñas vicisitudes, el
placer siempre superaba ocasionales lesiones, a las que siempre consideré como “gajes del
oficio”.
El Club Temperley daba
a la medianera de mi casa, tenía, su clásica cancha de básquet, un escenario
para los espectáculos de baile en el vértice, sillas y mesas de madera tipo
tijera, y su clásico buffet. Allí desafiaba a cualquiera a correr de baranda a
baranda, por aquel entonces tuve una larga
ambientación en el básquet,
aunque no llegue a ser jugador.
Para mi aquellas
vivencias eran plena diversión,
desde hacer los amortiguadores de los autitos de carrera hasta imaginar un
velódromo en la vereda, o hacer un karting con rulemanes viejos y algunas
maderas. Tenía y tengo con los juegos motores una relación carnal, la agitación
en mi pecho, el fluir de la sangre, la transpiración, la excitación del
peligro, la satisfacción de un logro, un entusiasmo que desbordaba mis
apetencias.
En la calle jugábamos
al “Hoyo pelota” con su “capilla 3” y fusilamiento, la pelota era de trapo o
una “pulpito” que abarcaba en una mano. El tranvía ( Nº4) era una atracción
especial, yo lo corría y lo tomaba a
plena marcha subiendo por detrás, rápidamente tocaba el pulsador de la campana antes que el compañero del
“Motorman” me expulsara, Completaban aquellas hazañas estaba de adrenalina
y éxtasis, las caídas en patines y la bicicleta sin manos.
Manipulaba objetos,
juguetes y herramientas, mi padre comerciante dedicado a la compra-venta tenía
un galpón en alquiler para su oficio, allí separaba una montaña de metales, cobre, plomo,
aluminio, bronce y otros, motricidad fina que requería cierta destreza, aquello
para mí no era trabajo sino una
recreación, También subía y bajaba de los camiones o de un jeep comprados en los remates del ejército. Entre
otros estímulos saltaba entre altas pilas de postes de quebracho y fardos de
varillas que se compraban en las provincias del norte. Tales competencias con las herramientas eran también un
entrenamiento que hoy en día sirven para mis ejercicios de escultura.
En la adolescencia había cambiado de barrio aunque permanecía en
la república de la sexta, ahora vivía en Alem y Viamonte, en el barrio y con la
barra del vecindario jugábamos a un fútbol de potrero con una pelota de cuero engrasada con sebo de carne vacuna, deporte en
el que no me destaqué.
En el verano hacia de
peoncito de mi padre en las vacaciones del colegio, fletero de gaseosas con un
Bedfort 50, llevando los cajones individuales
de” Pepsi Cola” o los familiares de Paso de los Toros. Estas
sobrecargas formaron mi cuerpo en fuerza y resistencia – cualidades de todo
trabajo no tan especializado.
Mi madre decía, “Un abrazo de Horacio es un moretón”
indicador de que mi tono muscular era elevado, coincidente un amigo afirma: ”Cierra la puerta del coche y
la hace giratoria”.
Las clases de Educación Física me facilitaron el aprendizaje de la natación; privilegio de la Escuela Comercial
Manuel Belgrano y del Normal Nº3 que tenían el lujo de contar con una pileta de
natación climatizada y un gimnasio cubierto además de grandes patios de escuela
estatal donde disfrutaba del Handball haciéndolo
con entrega, vehemencia y pasión. El Prof. Brasesco nos daba clases de Gimnasia
Correctiva.
Al enfermar mi padre me
hago cargo de su trabajo, fletero de Igam,
una empresa que vendía artículos para la construcción, allí conocí lo
obrajes y con Colazo y Toranzo –peones
quizás olvidados- me ganaba los fletes
como camionero y a ello le sumaba el
jornal como obrero, estibando cientos de bolsas de cemento blanco de 50 kg y
piedras para mosaicos, otra asistemática sobrecarga.
Por el terciario, las
experiencias motrices se amplían en el profesorado, mi inclinación visceral se
orientaba a los deportes de equipo. Fuera
de la formación y más por condiciones que por gusto, hacia Atletismo en el Club
Provincial dónde participé en torneos provinciales de jabalina, bala y cien
metros llanos. Más tarde federado en Rugby.
En la adultez
avanzada, las técnicas corporales, el Tai Chi, la Natación, el Yoga y Snorkel
en algunas vacaciones. He aquí las huellas y las marcas, el adn de mis energías
y entusiasmos.
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