sábado, 18 de julio de 2015

Límites de la conciencia.



Jorge me decía en el café Fellini que el inconsciente es un hijo de p---, yo tenía mis dudas al respecto, por un lado coincidía, pero por otra parte,   también dudaba ya que en muchas oportunidades los sueños -como hallazgos- me develaban verdades personales, motivo por el cual termine diciéndole  -pero en el fondo es un buen tipo- previo a convenir con él,  que para bien o para mal (si es que se puede hablar en esos términos) nuestro personaje, no es ni ingenuo ni inocente.

En las páginas en blanco de nuestra historia, ahí debajo de nuestros pies, en aquellos sótanos individuales y personales, como un viejo vino añejado por novelas de papeles amarillos  y nuestras propias circunstancias, a veces a nuestras espaldas, fuera de nuestra vista y de otras finas percepciones, la sombra hace sus cosas.
En su cueva, a escondidas,  sin palabras o  con la   lengua indescifrable de nuestros   fantasmas. Aquellas cuestiones cursan silentes  cuando duermes, en el momento de  tus profundos descansos, a contramano de tus intensiones, sin brebajes ni jarabes que lo calmen. ¿Con qué lo alimentas? Él, sin darte cuenta,   se mete en la madrugada en tu cerebro, insomne busca y  saca  como un ladrón sus provisones, y se lo lleva  allá abajo, en la grieta  de tus  cimientos en el humus de su casa subterránea.


Cuando tú  alcanzas sus umbrales, la piel de su universo, los bordes de sus capas, cuando le ganas una mínima pulseada – no te la creas- él  apela al humo y   la neblina, a  aquella lluvia fina, a  una ventisca o una nieve copiosa y blanca;  allí – como uno más de sus recursos- esconde algún secreto, te roba la palabra y sólo desnuda el sufrimiento detrás de un vidrio opaco.

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