viernes, 21 de noviembre de 2014

Las neurociencias están de moda.




En un recipiente de mi mente, quizás en uno de sus barrios más oscuros y bajos, lejos de marquesinas y luminarias, como un niño que junta bolitas misteriosas y extrañas en un frasco, colecciono personajes.
Ya tengo una veintena en el territorio fronterizo entre lo real y lo imaginario, un arte bizarro –valiente, apasionado, atrevido y raro- de mezclar los fragmentos de algunos banquetes, charlas de café, reuniones de trabajo, clases, fiestas, asados y eventos varios.
Busco  durante  varios días formar una argamasa que una  aquellas partes, algún color que surja  de esa mezcolanza, palabras que formen  frases.
Mientras observo lo que observa mi mirada y escucho lo que escucho, reflexiono sobre este colectivo de personalidades. Mi córtex se relaja y con mis borradores junto  en un círculo de diálogo  a mujeres y hombres de todas las clases.
Alrededor  de una gran mesa comienzan degustando los sabores dulces y salados,  de sus propias construcciones, algunas todavía con andamios. Festejan sus nuevos viejos años en un desparejo calendario.
De tanto en tanto  los escucho discutir acaloradamente por aquel vecindario. Tales alborotos se soportan algunas horas pero no todas las tardes.
Los neurólogos me han dicho el lugar exacto de aquellos desvaríos, la zona específica de esa actividad mental, algunos mensajeros químicos que se han alterado,  pero no me pueden explicar,  porqué exactamente allí, a esas identidades he convocado. Lo poético, lo absurdo, lo mágico, lo simbólico  tampoco salen en esos  mapas.


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