“…inmediatamente le hicieron recordar aquel famosísimo
caballo de troya, aunque fuese más que evidente que en la barriga de la estatua
no había espacio suficiente ni para una escuadrilla de infantes, a no ser que
fueran liliputienses, y
entonces sí que no podrían
serlo, dado que la palabra
todavía no existía.”
José Saramago (El viaje del elefante).
El artesano fabricaba palabras, su modesto taller era una
especie de PYME, sin cinta transportadora ni organización Taylorista,
unipersonal propietario, gerente y empleado, la fortaleza de la empresa era la
motivación, el trabajo disciplinado, la centralización y el respeto a la misión
del acta fundacional, esta última era trabajar con sistema y rigor en la construcción
de nuevos vocablos.
No se consideraba un paladín de las letras pero sentía
que inaugurar palabras nuevas era como
andar por la vida con un coche 0 kilómetro con ese olor a 0 Kilómetro que
resulta tan fácil sentirlo y tan difícil
de explicar (gran paradoja de la lengua), para él, los términos nuevos no
tenían vicios iníciales, sin rodamientos
previos, sin los desgastes del sobre uso,
ni las imperfecciones de los años.
La fábrica padecía los avatares financieros de una
empresa condenada a la improducción;
además los maestros, los hombres intelectuales, los poetas, pintores,
escultores…, aquellos que osaban
acercarse a la cultura padecían el escarnio de lo impopular, y más aún
en este particular caso, un hombre
cuyo producto de fabricación se emparentaba
con el arte. El número de palabras por año no llegaba a la decena. Si bien los
efectos de cada nuevo artículo tenían consecuencias inesperadas, se
necesitaban, además, de 10 a 20 años
para difundirla e incorporarla a los ya 86000 vocablos existentes.
Nosotros no sabemos
porque la tarea se tornó tan personalista, quizás por la poca cantidad
de gente interesada en la temática. Cosa que lo llevo a ocupar, entre otras
cosas, el puesto de gerendete (gerente y
cadete) de su pequeña fábrica.
Nuestro personaje
cada vez que atravesaba una difícil situación económica apelaba al
recurso de ofrecer algunas
expresiones en oferta, entre ellas: “ Bikactejo” y “Chufular”, el primero quería decir
“inestable” sinónimo de “incierto” aunque con un aire más informal, el segundo
se traducía como “coito” o “hacer el amor” expresión quizás más vulgar y
coloquial. La liquidación se completaba con un colectivo más extenso “ ni be,
ni me, ni cuquerecu” cosa que podía traducirse como: “ni más ni menos”, y…. más
o menos, o ni bien ni mal…… Al final
tuvo que vender las palabras en el mercado negro, por todo ello se sintió muy
mal , era como traicionar la nobleza de su trabajo, buscando clientes deambuló
por las calles como un arbolito
vendiendo dólares en el mercado marginal, pero como no había mucha oferta, acabó vendiendo a una cotización mucho menor
a la esperada. Por supuesto que nosotros
no somos lectores desprevenidos y conocemos el hecho de que las personas
siempre sobrevaloran lo que tienen,
inventan, o producen, asignándoles un precio mucho más alto de lo que
opinan los demás.
La fabricación de las palabras tenía métodos poco
ortodoxos, la primera de ellas consistía en poner en un gran bolillero todas
las letras del diccionario, se formaban grupos de 4, de a 6 u 8 letras obtenidas al azar, a partir
de allí se estudiaban las posibles combinaciones, los ajustes pertinentes
basados en la expresión, la estética,
sonoridad, ritmo, y todos los matices que percibía el oído. Otra
técnica tomaba el camino inverso iba de lo general a lo particular.
El señor de las letras también pensaba en las relaciones
remotas de la palabra, el efecto de sentido de las mismas, imaginaba a los futuros parlantes y escribientes,
los co-autores de la obra. Cada
descubrimiento era como el hallazgo de una semilla exótica cuyo fruto se
desconocía e ignoraba. Él escribía la
novela de cada nacimiento, ponía el
nombre ni más ni menos, hacia la
historia en el dudoso origen (de lo cual se deduce que este siempre
es conjetural). Sus acciones no eran
inocentes, a él también le dominaba un interés, ser un creador de nuevas
realidades le garantizaba –en el futuro-
su eternidad.
Este heroico defensor se preguntaba ¿Cómo podía leer esa palabra que aún no había sido inventada? ¿Cómo la podía expresar
si aún no la había escrito? En esa existencia, en el borde de ser y el
no-ser- otra paradoja del escritor-
se debatía nuestro amigo, buscando la palabra que aún no existe, y se
quedaba y consumía, dando vueltas por el
renglón. Más tarde, seguramente, lo veremos haciendo el mismo rito,
repitiéndose, siendo un trabajador del devenir, buscando lo indecible, pensando
la letra que lo abarque, ese acto o acción que lo complete.
¿Acaso existía lo que no se podía expresar? , tal vez si,
quizás en otro lenguaje, sólo que la existencia de un sentimiento, sensación o
emoción quedaba encerrada en ese cuerpo sentido, hasta el recuerdo se limitaba
–entonces- a esa soledad existencial. Es cierto por ejemplo que un olor, o un
color es difícil de definir , y aunque
se puede expresar genéricamente , el olor y el color en cuestión tendrían un grado de subjetividad elevada, igual
ocurriría con la emoción, la expresión
de la mismas tienen elevadas
imprecisiones, que ni siquiera podrían resolver un amormometro o sentidómetro
(aparatos aún no inventados).
Si bien los elementos de referencia, pertenecían a un mismo idioma, incorporar
nuevas palabras en una época en que se usaban tan pocas en el léxico de todos
los días, hacía que el posible nuevo producto no gozara de muy buen marketing. No obstante ello, al hidalgo caballero, no cesaban de caérsele
ideas de su cabeza, una vez que obtenía
una palabra ejercitaba la misma
buscando una estética en su cursiva,
la sometía a todo tipo de exigencias y verificaciones, y el término en
cuestión debía tener efectos en el cuerpo, alguna sensación o necesidad
visceral. Debía imaginar también su gusto dulce o salado, y sostener un delicado equilibrio entre lo
oscuro y lo claro, una suerte de ying y yang. No escapa a nuestro
criterio, que cualquier nuevo invento de
este tipo podría cambiar el universo; una vez que la expresión estaba
libre, suelta –como el viento- se podía
meter por debajo de los umbrales y se
convertiría en voz y más luego en
imágenes y miradas, aunque estas últimas
fueran por caminos paralelos.
Dentro de ese largo proceso, parte de ese reducido
vocabulario, lo añejaba un tiempo en lo oscuro y silencioso, de tanto en tanto,
por las noches, se despertaba sobresaltado, como escuchando ladrar allí
aquellos, sus imaginarios perros, aquel
mundo interno de un todavía mudo parlante. Al igual que Beethoven trataba de
pergeñar una sinfonía sin poder
escucharla y esos largos silencios eran
parte de la obra. No gobernaba su breve escritura, puede decirse por el
contrario, que ella, anárquica, lo
levantaba angustiado a las tres de la mañana, le provocaba nauseas y
descomposturas después de su despertar, se tranquilizaba en los atardeceres y
le regalaba sabores agridulces por las noches tempranas.
Mas la condena fue perpetua, superada la angustia de la
“página en blanco” y después de llenar sus cuadernos, negros, rojos, azules y
blancos, compraba otro y volvía a llenarlos, como aquel que vuelve a su patria,
con sus alegrías y sus espantos…Y aquí está otra vez, nuestro amigo, en el
retorno de la angustia, que sólo la superan la infalibilidad de los libros de autoayuda, más al escribiente y
lector de nuestra historia, no le están dadas estas cosas. La respuesta a lo
desconocido sigue siendo desconocida…
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