Los alumnos del
profesorado me miraban sorprendidos, otros se ruborizaban por mi atrevimiento cuando en
la parte final de la clase, en los cinco minutos últimos, me dedicaba a leerles
o recitarles un cuento, un poema o una parábola breve. Incluso algunos murmuraban
por mi extraña predilección.
Con el tiempo la palabra les fue penetrando con la suavidad
de sus encantos, al cabo de un tiempo me pedían ese espacio mágico que
despertaban el ritmo, la repetición, la exageración, el asombro, la sorpresa de
la última oración, esa alquimia de un universo inexplorado.
Quiero creer que algunos
se enamoraron de la palabra…
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