Soy un artista vocacional, entre mis obras, mejor
dicho entre mis ejercicios artísticos prima la escritura y la escultura,
de esta última tengo rústicas
producciones con terminaciones poco geométricas que no disimulan sus
imperfecciones, todo hecho a mano, a pulmón, a golpes y entusiasmos.
Creo que en
el arte de la escritura acontece lo
mismo, lijo las palabras, las pulo, las esculpo, les doy forma, las hago y las
deshago, preparo bocetos, llevo apuntes, garabatos, las tacho, las altero, les
pongo asteriscos, las oscurezco y las aclaro, las pinto, las imagino, las
callo…
Uno cree que al final de aquellos ejercicios
conquistaremos cierta calma, como si esa construcción fuera una especie de talismán,
un amuleto contra el “mal de ojo” como diría mi abuela Josefa María; un quitapesares que nos diera ese poder de
inmunidad contra cualquier incertidumbre.
Pero resulta que dichos productos, tanto al
principio –vaya a saber uno porque necesidad- como al final de los mismos,
acabaremos en la misma intemperie inicial. Sólo por un momento sentiremos esa
fugaz e inmensa sensación de plenitud. Creyendo en ello no podemos dejar de
buscar otros nuevos ejercicios.