Llegó el día de Yom Kippur, se difundió un texto “A todas las personas que haya ofendido, herido o lesionado, de forma consciente o inconsciente, le ofrezco una disculpa y le pido por favor me perdone. De igual manera perdono a cualquier persona que voluntariamente o involuntariamente me haya hecho daño “ Graciela rápidamente agregó , “primero me perdono a mí mismo”.
Perdonarse a sí mismo quizás sea el perdón más elevado y
difícil ya que en nuestros diálogos
internos generalmente somos más críticos que compasivos, podríamos agregar y
más ansiosos que pacientes.
Si aquietamos nuestro cuerpo y nuestra mente, al unísono se
aquieta el mundo, este es un buen día para la reflexión.
La escuela no nos ha enseñado a sentir, si es que se puede
enseñar, aunque si es posible aprender a valorar la sensibilidad, la cultura de
la ternura, el respeto por lo afectivo y por la singularidad. El cuerpo también
estaba degradado, casi ausente, el
inconsciente más en los recreos que en el aula.
En la vida real los actos importantes van ocurriendo sin
ensayo previo, no es extraño que nos equivoquemos, que a veces nos enseñe el
error en medio de nuestra vulnerable incompletud.
Los estímulos condicionados de una vieja pedagogía, la
arqueología de las normas humanas, la historia familiar y del mundo, aquellos
mandatos y esa negociación que hacemos entre lo heredado y lo que hemos
construido como propio, tal vez sean las razones de nuestra dificultad de
perdonarnos.
El super-yo esa entidad tan exigente ignora nuestra
fragilidad, sus demandas siempre son exageradas e inalcanzables.
Tal vez sea más fácil perdonar a los otros que a nosotros mismos pero también
es cierto que el perdón tiene sus límites. El perdón si es honesto tiene un efecto
liberador, más si no es genuino es un mero intercambio de formalismos.
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