En un recipiente de mi mente,
quizás en uno de sus barrios más oscuros y bajos, lejos de marquesinas y
luminarias, como un niño que junta bolitas misteriosas y extrañas en un frasco,
colecciono personajes.
Ya tengo una veintena en el
territorio fronterizo entre lo real y lo imaginario, un arte bizarro –valiente,
apasionado, atrevido y raro- de mezclar los fragmentos de algunos banquetes, charlas
de café, reuniones de trabajo, clases, fiestas, asados y eventos varios.
Busco durante
varios días formar una argamasa que una aquellas partes, algún color que surja de esa mezcolanza, palabras que formen frases.
Mientras observo lo que observa
mi mirada y escucho lo que escucho, reflexiono sobre este colectivo de
personalidades. Mi córtex se relaja y con mis borradores junto en un círculo de diálogo a mujeres y hombres de todas las clases.
Alrededor de una gran mesa comienzan degustando los
sabores dulces y salados, de sus propias
construcciones, algunas todavía con andamios. Festejan sus nuevos viejos años
en un desparejo calendario.
De tanto en tanto los escucho discutir acaloradamente por aquel
vecindario. Tales alborotos se soportan algunas horas pero no todas las tardes.
Los neurólogos me han dicho el
lugar exacto de aquellos desvaríos, la zona específica de esa actividad mental,
algunos mensajeros químicos que se han alterado, pero no me pueden explicar, porqué exactamente allí, a esas identidades he
convocado. Lo poético, lo absurdo, lo mágico, lo simbólico tampoco salen en esos mapas.