domingo, 10 de noviembre de 2013

Los fantasmas heredados.




Se reunían frecuentemente en el sótano, en ese país de sombras, sin que yo lo hubiera notado, algunos tenían cien, doscientos años, o sea, ya existían y gozaban de plena madurez desde mi nacimiento.
Sus nombres –todos- eran de origen italiano y habían crecido entre temores, abandonos  y desamparos. Femeninos y masculinos, algunos solteros, otros casados y juntados, sumisos, pacientes, compulsivos, jugadores, comerciantes, campesinos,  amas de casa.
Ellos tomaban decisiones sin consultarme, me asignaban tareas con invisibles mensajes, que más tarde percibí cuando habían terminado, una herencia de pasivos que me llevó años pagarlos.

La otra noche me han despertado, aparecieron por primera vez, a mis sesenta y tres años. Me anunciaron sus mudanzas, me han dicho que mi alma ya no los alimenta, que se estaban muriendo de hambre, que no entendían porque no les daba mis  víveres, que hasta les había cortado todos los lazos. Decretaron que emigraban, que ya eran tan pobres que ni tenían equipaje, agregaron algunos que ni siquiera podían dejarme una foto, o algún  objeto de su estancia, que su presencia era solo un experiencia emocional intangible e intransferible, que los dolores y o sufrimientos  estaban en las heridas de la historia de mi cuerpo, y que algunas apenas se veían porque ahora mi  conciencia las sanaba. Por último me confesaron que estaban buscando otro huésped más hospitalario.

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