Se reunían frecuentemente en el sótano, en ese país de
sombras, sin que yo lo hubiera notado, algunos tenían cien, doscientos años, o
sea, ya existían y gozaban de plena madurez desde mi nacimiento.
Sus nombres –todos- eran de origen italiano y habían
crecido entre temores, abandonos y
desamparos. Femeninos y masculinos, algunos solteros, otros casados y juntados,
sumisos, pacientes, compulsivos, jugadores, comerciantes, campesinos, amas de casa.
Ellos tomaban decisiones sin consultarme, me asignaban
tareas con invisibles mensajes, que más tarde percibí cuando habían terminado,
una herencia de pasivos que me llevó años pagarlos.
La otra noche me han despertado, aparecieron por primera
vez, a mis sesenta y tres años. Me anunciaron sus mudanzas, me han dicho que mi
alma ya no los alimenta, que se estaban muriendo de hambre, que no entendían porque
no les daba mis víveres, que hasta les
había cortado todos los lazos. Decretaron que emigraban, que ya eran tan pobres
que ni tenían equipaje, agregaron algunos que ni siquiera podían dejarme una foto,
o algún objeto de su estancia, que su
presencia era solo un experiencia emocional intangible e intransferible, que
los dolores y o sufrimientos estaban en
las heridas de la historia de mi cuerpo, y que algunas apenas se veían porque
ahora mi conciencia las sanaba. Por
último me confesaron que estaban buscando otro huésped más hospitalario.
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