martes, 10 de mayo de 2011

VADEMÉCUM.

Hay pastillas para mentir, muy útiles para algunas profesiones y oficios;
algunas para dormir la conciencia o atontar la inconsciencia.
Grageas que ponen en pista a obreros urbanos en dos días;
otras que aumentan el coraje en ocasionales guerras, tradicionalmente inventadas.

Tabletas para hacerse responsable de los trastornos del carácter
o las destinadas a neuróticos con efectos opuestos y contrarios a su natura;
esas – para el público en general- las que componen el alma o ayudan a pensar o darse cuenta.

También existen comprimidos orientados a analfabetos emocionales,
a los que hacen chantajes de amor y piden algo a cambio de supuestas ternuras;
hay medicamentos para ser más obedientes y algunos para no morirse los días viernes – que según dice un amigo es el peor de los días.

Las de color verde para ser más lentos, las de color rojo para ser menos sumisos, las amarillas para ser más imprudentes. Alquimias para saber dónde está la angustia o químicos para olvidar problemas recurrentes o estimular ciertas partes del cerebro
que incrementan las virtudes plásticas de este tiempo.

Hay ausencia de aquellas que hacen sentir el cuerpo, que refrescan la memoria, que fabrican el momento para meditar en los recreos. Se ha fundido un laboratorio de pastillas para recordar versos, el mismo que hacia descuentos a los que compraban y reían, ese que tenía un jarabe para “alargar la mecha de la ira”.

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