jueves, 4 de febrero de 2010

Amigos invisibles.

Sigmund, Jean-Paul, algunos de nombre: Pablo, Marguerite, Alejandra, Griselda, entre otros. Son seres misteriosos, mucha gente los considera malpensados, espesos, oscuros y turbios; una población más amplia los ignora.
No tienen una moral de libro canónico, como prolíferos artistas indagan las sombras y aunque a veces hablan de la muerte: los considero profundamente vivaces, sus ideas son e inspiran movimiento.
No venden garantías, propagandas electorales, reglamentos ni hojas de ruta, tampoco tienen seguro contra todo riesgo.
Me invitan de tanto en tanto, a tomar un café en una biblioteca. Me reúno generalmente una vez por mes, a solas, cara a cara, con cada uno de ellos. Un renglón de sus palabras me alcanza por semanas.
Siento que los amo, valoro su minoría elegida, la hidalguía de su soledad, la belleza de sus gestos, aquellas producciones.
Mis afectos por todos ellos no surgieron de la nada, son la consecuencia de mirarlos, escucharlos y leerlos, y de esta afición por la ficción que me acompaña y los re-inventa.
Mis amigos visibles, en parte, dialogan indirectamente con ellos: en sus coincidencias, imprudencias o marcadas diferencias.

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