No veía por dónde caminaba, el camino era oscuro, desértico
y silencioso, cuando se aclaraba la vista, una neblina densa tapaba el horizonte. Por
esos tránsitos de soledades existenciales, a las que nadie te puede acompañar,
llevaba en mi cuerpo y en mi mente dolores que no me pertenecían, otros que mi mente fabricaba,
historias familiares con sus claroscuros que con el tiempo descubrí estaban entremezclados,
como un vagabundo transitaba por aquellas calles, recordaba las osadías de mi
niñez, mis temerosas y cobardes caminatas por mi adolescencia y esas
confusiones y elecciones equivocadas de mi adultez inicial.
La ruta era lenta, pesada, indecisa y titubeante. No había referencias, los primeros
aprendizajes eran de ensayos y errores, aunque hoy reniegue de algunos
aprendizajes de los cuales no hubiese querido aprender. Siempre que estás en un
ambiente oscuro estas con miedo de llevarte algo por delante, siembras un temor
que con el tiempo es difícil de achicar.
De pronto me enfrenté a un cruce de caminos, esos que
repetidas veces vemos en las películas, el simbólico momento existencial de una decisión
trascendental: ¿Para dónde voy?
La dirección de mis pasos fue de un cambio abrupto, y en
aquel giro, de ciento ochenta grados te encontré…
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