viernes, 8 de julio de 2011

El misterioso autor del Palimpsesto.

…, giró sobre sus talones, en el preciso instante en que sonaban las campanas de la Sacré Coeur anunciando la medianoche, estaba vagando por Montmartre, en la Place du Tertre ya no quedaban rastros de los artistas que por la tarde jugaban a representar lo imposible. Cruzo la calle empedrada y angosta a unos pasos del café bar “ Le Sobot Rouge”, se demoró con paso cansino hasta La Bonne Franquette y cuando estuvo frente a La Maison Rose, hurgueteo en sus bolsillos buscando con intranquilidad el arma corta que portaba, tomó la Rue des Saules y en la intersección con St. Vicente se encontró con el cabaret “ Lapin Agile”, enfrente un viñedo, en un lugar extraño, de nos más de una manzana, mostraba sus uvas en medio de la ciudad. Un ruido a sus espaldas, agitó su corazón y Lo perturbó , giró nuevamente sobre sus talones y desenfundó rápidamente su lapicera…

, como explicar que el que escribe no soy yo, el que escribe es otro yo, un lector que hace apuntes y tiene ocultas intensiones, un coleccionista de fragmentos inventados, un colectivo de personajes que aún no han vivido, sujetos que ignoran que la posteridad en el papel es una ilusión inútil.

El cuerpo del escritor se desvanece en el mismo instante en que se nombra. ¿cómo representar los olores y sabores? ¿definir el rubor de la vergüenza o la palidez amarilla del horror? Y así en una lista casi interminable: la sangre, el sudor de las manos, la respiración suave y tranquila, el dolor de la lumbalgia, el tono muscular en alegrías y desgracias, el amor rosado en las mejillas, esa mirada que habla, aquella actividad frenética de la eufória…

El escritor es y no es, su realidad es la paradoja, el oxímoron, el diario íntimo y eterno. Una suerte de noctámbulo solitario y lento, con nombres reales y falsos, de pseudónimos varios.
El imaginario sujeto que escribe para otro imaginario, debatiéndose entre la opacidad y transparencia, espacio de un papel desierto donde los plurales le superan. Su invisible figura en la escritura no puede enfocar cual lente la precisión objetiva, congelada y cristalizada de una máquina fotográfica, que siempre promete utilizar, mas (sin tilde) guarda en los estantes.

Sus intentos son como una terapia con dos escrituras, lector y escritor que se miran al espejo, sin saber cuál es el terapeuta. Papeles al fin que se borran, se re-escriben, y se llenan de enmiendas, tachaduras y notas al margen.

La narrativa, mientras tanto, más plástica y flexible, reduce la identidad a un susurro tan suave que no distingue las huellas del que las transita, buscando todos los días una voz propia en un lenguaje universal. Repeticiones, redundancias, temas que vuelven a la misma hoja, mientras la vida provee de alegrías y decepciones a todo el mundo, ergo, la escritura perpetua.

Lo que fue, lo que será, lo que está siendo, como el agua que abraza y modela su circunstancia, el escritor es un delincuente que niega en las mañana las confesiones de las sombras de su noche.
En los umbrales de la literatura el hombre no controla nada, ni la lluvia fina de su paisaje, la palabra que le marca la cancha, el corazón loco que irrumpe caprichoso en su descanso –el desasosiego de sus arritmias-, entonces, el viento se le mete en sus hendijas, y se le vuelan las hojas sin su nombre.

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